martes, 23 de enero de 2018

LÍNEA 29 (capítulo quinto y último)






Pues ya hemos llegado, mis queridos seguidores, al final de este recorrido, novedoso para mí, por los railes de una historia que pretendía ser del género “novela negra”. Para mí ha sido muy gratificante y muy divertido. Lo hice pensando en todos vosotros. Como os dije, quería regalaros algo completo de mi literatura y de mi manera de escribir. Espero que haya sido algo agradable para todos, al menos para la mayoría, y que os haya hecho pasar unos ratos muy nuestros, de tranquilidad en nuestro espacio. Esa era mi única intención. Quizá me anime, en un futuro próximo, a repetir la experiencia. De momento, hoy, cambiamos, con este capítulo final, de género literario y nos volvemos al infantil que lo vamos a coger con muchas ganas y lo haremos con un trabajo finalizado, que personalmente me parece que ha quedado muy bien, y que ya conocéis. De momento no os digo nada más. Pero antes, os quiero obsequiar con algo muy personal que dudo que ningún escritor lo haya hecho antes. Pero vosotros sois especiales para mí y yo sí quiero compartir con vosotros el esquema y planeamiento que he hecho para este relato de cinco capítulos que hoy hemos terminado. Al final, en dos fotografías, os lo presento. Espero que os guste también. No es nada del otro mundo pero…es mío…muy privado…y lo quiero compartir con vosotros.
Antes de despedirme os recuerdo que no debéis leer este capítulo final sin antes haber leído los cuatro anteriores:
Como siempre: no dejéis de soñar (lo que sea…)y de ser felices (con quién sea…). Un cariñoso abrazo.
José Ramón.


La información que le di, a Sera Trescantos, fue el hilo conductor durante las indagaciones y clave para que el asesino se derrumbase en la sala de interrogatorios cuando le preguntaron por determinados detalles. Contó sus motivaciones y cómo lo mató.
Pedro Raspeño, tenía demasiados motivos para asesinar a su compañero en la Línea 29: la vida no le trataba demasiado bien y le costaba mucho esfuerzo sacar adelante la familia numerosa a la que su aportación económica era la única que llegaba. Los fines de semana representaban una ocasión muy importante para la salud del matrimonio: eran los únicos dos días en los que, Pedro, podía dedicarse por entero a ayudar a su mujer y compartir el pesado trabajo para sacar adelante a sus cinco hijos. Gabriel Pocamonta, fue el causante de que esa posibilidad se esfumase y que tuviese que buscar, y encontrar a duras penas, otros trabajos inciertos durante la semana, pues su sueldo no le llegaba para que los siete pudieran vivir dignamente. Pedro tenía el suficiente rencor y motivaciones no le faltaban para haber matado al Pocamonta. Su preparación era la adecuada gracias a su pasado como integrante del área de inmunología del Hospital Central…Pero él no fue el asesino.
Pedro Raspeño y Anselmo Rubio estuvieron todo el viaje sentados juntos y hablando de sus cosas; entre ellas de que, el practicante, que tenía sobrados motivos para vengarse de Gabriel, acudía ese día a la ciudad para recoger una serie de medicamentos para su clínica veterinaria, entre ellos el denominado Tiopental, producto que fue hallado en el cuerpo del cadáver y fue la causa, casi instantánea, del fallecimiento del Pocamonta.
El Tiopental es un medicamento utilizado para la eutanasia de los animales. Medicamento potente que, inyectado, y en dosis adecuadas, produce la muerte del animal; en dosis elevadas, como fue el caso, produce la muerte casi instantánea de una persona. Produjo la muerte de Gabriel.
Anselmo tenía motivos más que suficientes para asesinarlo. Además, era el mejor preparado para llevarlo a cabo.
Luis Martos, en su afán investigador tras Anselmo, pudo ver a Cebrián, aquella mañana, salir de casa del veterinario/practicante con algunos artículos en una bolsa que se metió en el bolsillo de su abrigo, tras tirar, en un cubo de basura próximo, una cajita de cartón, de esas que contienen medicamentos; cajita que fue recuperada por Luis Martos, mientras esperaba la salida del propio Anselmo. Cebrián y Anselmo eran amigos de la infancia y esto, Luis, lo sabía. Por eso, instintivamente, se guardó la cajita de Tiopental, sin saber muy bien para qué se utilizaba ese medicamento. Cebrián había entrado en casa de su amigo totalmente desquiciado y salió de ella más tranquilo.
A la hora de ir a coger el autobús, Anselmo, abandono su vivienda y, Luis, fue tras él hacia la caseta del bus donde nos encontramos y nos saludamos.

Tan pronto Luis me contó lo que cogió de la basura yo recordé algo que había olvidado. Cuando llegué a la parada vi en la papelera uno de esos plásticos que sirven para, en su interior, portar una jeringuilla. Algo me dijo, quizá mi sexto sentido, por el trabajo que tengo, que debía cogerlo y lo hice una vez todos habían subido al autobús. No recordaba haberlo hecho pues fue un acto instintivo y lo hice cuando Luis y yo comentamos los eventos de aquella mañana fría en Gargantilla.
Anselmo proporcionó el Tiopental a Cebrián. Éste llego en un estado nervioso preocupante y fuera de si. Le contó a Anselmo que necesitaba deshacerse de los perros del Pocamonta, que no le dejaban descansar y que ya no aguantaba más. Anselmo le proporcionó el líquido mortal sin demasiados reparos pues estaba claro que Gabriel no era Santo de su devoción.
Serafín Trescantos, una vez conocido el producto hallado en el cuerpo de Gabriel, ordenó la inmediata detención de Anselmo, veterinario de Gargantilla. Pero él no lo mató.
Luis me contó también que, a mitad de trayecto, aprovechando la subida de bastantes personas en la parada de Torreanclada, la más importante del recorrido y ya próxima a la capital, Cebrian, abandonó su asiento y ocupó uno en las últimas filas.
Todo lo tenía así pensado Cebrián Conde, asesino confeso de Gabriel Pocamonta.
Con toda esta información que proporcioné a mi amigo Sera, consiguió que Cebrián confesase la utilización del Tiopental para algo más que para mandar al otro barrio a los odiados perros.
Tras la confesión, Cebrián, está en prisión incondicional, por presunto asesinato —¡qué eufemismo!—, en espera de juicio. Anselmo quedó en libertad con cargos por complicidad en el intento de acabar con los animales/objeto de Gabriel.
Lo bueno del caso, siempre veo cosas buenas en todos las macabras situaciones sobre los que tengo la oportunidad de escribir, es que, Cebrián, en la cárcel, ha encontrado la paz y el descanso que se le ha negado en su vida en libertad. Seguro que, en breve, recuperará su equilibrio emocional.
A, Pedro Raspeño, tras conocerse todos los detalles de la historia, La Comarcal, le “devolvió” el turno entre semana que, por justicia, le correspondía.
Yo, ahora, voy a hacerme un té negro con jazmín, muy caliente, claro: es mi preferido cuando relato mis crónicas. Me pondré a escribir sobre todo lo que pasó en la Línea 29 esta semana. Como, bien seguro, diría Rosaura: ¡vaya tela, el trabajo que tengo!


Fin.









miércoles, 17 de enero de 2018

LÍNEA 29 (capítulo cuarto)







Hola, amigos, buenas tardes de este mes de enero que ya nos lleva en volandas por su mitad. Pues hoy os presento este cuarto capítulo, penúltimo de Línea 29, y con él creo que llega vuestro turno de adivinar. Ya no hay más tiempo: en el próximo se resuelve el misterio. ¿Alguien se atreve a señalar al culpable? Y dar sus razones de culpabilidad, claro. Intentadlo, que puede ser divertido y aquí estamos para pasar un rato agradable entre todos. ¡Animaos!
Bueno, pues antes de pasar a leerlo os quiero llamar la atención sobre el hecho de que ya hemos pasado ampliamente las ¡¡30.000 visitas!! ¡Enhorabuena a todos porque tenemos un buen espacio al que nos gusta venir frecuentemente! Solo os quiero animar, a los que no lo habéis hecho todavía, a vuestro me gusta en mi página profesional de facebook —en el costado derecho de vuestra pantalla tenéis el enlace— y poder recibir el aviso inmediato, a través de vuestro facebook, de cuando coloco algo en esta página…y más cosas que comparto solamente allí. Os espero allí también donde estamos a punto de alcanzar los 220 amigos seguidores.
Pues ya, no os entretengo más que seguro que tenéis ganas de saber qué pasó en la Línea 29. Espero vuestro turno…J

Un cariñoso abrazo, de esos que me gusta dar a mis amigos, para todos vosotros.
José Ramón.

«No es la primera vez que una línea de autobuses es el escenario de un suceso luctuoso. Línea 29; última parada; estación de autobuses de la capital: sobre las 19:15 h de este jueves y notando ya que la niebla se iba apoderando de los andenes, Javier Sandino, revisor de la Línea 29, entre otras, que hacía el trayecto: Casas Bajas, Gargantilla, Mirador, Torreanclada y Capital, se encontró a Gabriel Pocamonta, conductor en el turno de tarde, tendido sobre el volante de su autobús cuando se acercó al autobús que hacía cinco minutos había llegado para recibir el parte del trayecto que acababa de realizar. “Estaba tendido sobre el volante; lo incorporé sobre el respaldo de su asiento y comprobé que no tenía pulso. Al hacerlo vi, cerca de la yugular, en la parte derecha del cuello, un pequeño moratón y un pinchazo, como el que sale en el brazo cuando te sacan sangre para un análisis. Nervioso, aún lo estoy, llamé al teléfono de urgencias y en pocos minutos se presentó una ambulancia y una pareja de la Policía Estatal”, le relataba a esta periodista.
La Estatal, a cargo del caso, todavía no tiene detenidos y el secreto del sumario ha sido decretado por el juez de guardia».
Así lo conté en el digital de La Crónica Roja este viernes. Esperé a tener más datos para mi columna de la edición de papel.
Me alertó, Luis Martos, a través de un whatsapp la tarde del jueves: «Carmen, han encontrado muerto a G. Pocamonta. La Estatal en la estación bus. El revisor lo encontró. Voy p´allá». «Voy ya», le contesté escuetamente.
Allí, Luis, me contó algo que vio, y le extraño mucho, aquella mañana en la que andaba tras el veterinario de Gargantilla. Conseguí, también, hablar con el revisor.
A primera hora del viernes, tras escribir mi crónica digital, ya sí tenía una razón para ir a ver a Sera, como me gustaba llamar a mi amigo, el inspector Serafín Trescantos, y obtener la información más reciente, de primera mano, sobre la muerte del Pocamonta, que tenía toda la pinta de haber sido un asesinato. Además, con la suerte de que, a Sera, le fue asignado el caso.
Tras el saludo inicial de siempre: «¿Qué tal, Sera?; Bien ¿y tú?», hablamos: «Sé que tienes algo para mí…—y él me contestó— no, lo siento pero hoy no puedo contarte nada…no puedo pararme ni un segundo…—la verdad es que esa contestación no era nueva; siempre me decía algo parecido— Sí, hoy sí lo tienes y no me vengas con esas de siempre, que tiene que ver con Gargantilla…».
Me dijo que estaban bastante perdidos. Yo le conté quiénes habían subido en Gargantilla y mis recelos particulares. Además, le referí un detalle que, en su momento, no le di demasiada importancia y que tras la conversación con el revisor me vino a la mente. También le conté lo que me relató Luis Martos.
No estuvimos demasiado tiempo hablando pues no teníamos demasiado que decir, pero sí lo suficiente para intercambiar con él mis impresiones sobre quién habría podido matar a Gabriel Pocamonta. Casi podríamos asegurar que fue uno de los pasajeros que aquel jueves, en la parada de Gargantilla, subieron al 29 y con los que compartí unos minutos de frío sentada en aquella caseta. Razones no les faltaban a ninguno de ellos. Sólo se necesitaba ser listo e incisivo en los interrogatorios.

Continuará...

jueves, 11 de enero de 2018

LÍNEA 29 (capítulo tercero)





Buenas noches, mis queridos seguidores. Espero que no se os haya hecho demasiado larga la espera para poder leer este tercer capítulo. ¿Adivináis de qué va ya? Espero que este capítulo os de alguna pista nueva. ¿Os atrevéis a aventurar hacia dónde va la historia? Me encantarían vuestros comentarios que crearán, seguro, más dudas al resto de nuestros amigos en esta ventana, en esta época dedicada a los relatos del género “negro”, y eso será un plus para la historia. Ánimo con vuestros comentarios, sin miedo, ni vergüenza. Seguro que nos divertirán a todos, aún más.
Os anuncio que, tras este “kit-kat” de cinco capítulos, regresaremos al estilo del blog, relacionado con la literatura infantil, con un proyecto ya finalizado y enviado a alguna editorial: os va a encantar. Por lo menos a Javier Monsalvett, ilustrador de la historia “Chano”, mi amigo, y a mí, nos ha llenado de satisfacción por el trabajo, creemos, bien hecho. Pero, eso será tras lo que pase en Línea 29.
Recordad, si no lo habéis hecho ya, antes de leer este tercer capítulo pasaros por el primero (https://jrdecea-cuentamelos.blogspot.com.es/2018/01/linea-29-capitulo-primero.html)
Buenas noches y qué lo disfrutéis, mis queridos amigos.
José Ramón.

Realmente el día era frío y la brisa que venía de arriba del valle era la causante de la baja sensación térmica a la que estaban sometidos mis huesos en aquella caseta acogedora pero muy fría. Allí, nos encontrábamos protegidos entre sus paredes, Cebrián y yo.
—Pues la verdad es que no me encuentro nada bien, Carmen —me dijo Cebrián con el contorno de los ojos de un azul preocupante lo que, unido a su imagen postural de cara y cuerpo, transmitía un aspecto de sentirse extremadamente cansado.
—Ya no me acuerdo de la última vez que dormí seis horas seguidas. No sé qué hacer ya con mi vecino —necesitaba hablar con alguien para contarle lo que estaba empezando a hacer. Él no se daba cuenta, pero su ser interior hablaba por él. Ya no aguantaba más.
—Tiene dos perros que no dejan de ladrar ni de día ni de noche; bueno, tiene ya tres: el tercero lo trajo ayer de madrugada y parece que lo ha tenido amordazado dos meses seguidos…
—Ya sabes que vivo en un adosado y pared con pared vive este desgraciado, dueño de los perros —esto último lo deletreo entre dientes, y las últimas palabras casi no las llegué a oír.
—A él le conoces bien, Carmen —asentí con pena pues, sí, le conocía bien y la negociación sabía que era casi imposible.
—Además es que no vive allí. Viene de vez en cuando a dar de comer a los animales y se va. He intentado pedirle, por favor, que encierre a los animales o, mejor, que se los lleve a la capital. Siempre me contesta que “si te molestan, vende la casa y vete tú”.
—Claro, es que quiere que te vayas y así comprar él tu casa y, tirando muros, unir los dos adosados —hablé por él. Se me notó, a mí también, la impotencia y la rabia que sentía por aquella situación injusta.
—Carmen, en cuanto pueda mataré a esos perros…yo no puedo seguir viviendo así —ahora tenía su cara entre sus manos y muy cerca de sus rodillas. Yo atribuí estas palabras y estos signos de desesperación a su estado de nervios producto de la falta de descanso. Aunque la situación era para desanimar y derrumbar al más fuerte, estaba segura de que no hablaba totalmente en serio. ¿He dicho totalmente? Sí, he dicho totalmente aunque sé que Cebrián es un buen tipo con un gran corazón.
—Voy a la ciudad a consulta con mi médico a ver si me da alguna solución y puedo llegar a dormir algo —dijo con poca esperanza que se revelaba en su tono de voz apagado.
—Ahí viene Pedro, como todos los jueves —dije, aliviada, por poder cambiar la conversación, que por otra parte ya no daba más de sí, y conseguir que, al menos durante estos minutos de espera, Cebrián, dejase a un lado sus problemas.
—Hola, Carmen. ¿Qué tal, Cebrián? Raro verte un jueves por aquí —“ya”, dijo Cebrián— ¡Vaya frío que hace hoy! ¿Me dejáis un sitio?
Pedro Raspeño, era ese tipo de personas al que todo el mundo avasalla. De carácter no demasiado fuerte, al que le hacen una tras otra y él aguantando. Pero, ¡ojo!, que cuando se cansa —que es bien tarde, comparado con cualquiera de nosotros— las monta bien serias: si no, qué se lo pregunten al tío Atilano, al que le quemó el cobertizo por no haberle aceptado como vendimiador y haberse podido sacar, así, unos euros que le hubiesen venido muy bien. Eso pasó el año que, Pedro, cumplía 25. Nunca se pudo demostrar que fue, Pedro, el incendiario —yo lo supe…en mi trabajo, ya lo saben, todo se descubre al final—y se libró de una  buena sanción judicial que podría haberle llevado a la cárcel. No es que yo lo disculpe, pero es que en aquella época perdió su empleo de sanitario era uno de los que ponía las vacunas, en el área de inmunología del Hospital Central de la capital. Una injusta reducción de plantilla le puso de patitas en la calle; si bien, pronto encontró trabajo —tras quemarle el cobertizo al cutre de Atilano…; Rosaura opina de todo lo que le cuento— en la empresa de autobuses “La Comarcal” que es la que une los pueblos de la comarca con la capital y, también, con Ciudad Grande —esta última ruta me la conozco yo demasiado bien.
A Pedro, la vida no deja nunca de castigarle: parece un imán que atrae las desgracias sobre sí. Tras veinticinco años de servicio conduciendo en la Línea 29, este verano pasado, le cambiaron el turno benigno, de lunes a jueves, por el de viernes a domingo, mucho más incómodo y sacrificado. Fue de la noche a la mañana, sin aviso previo que le hubiese permitido irse haciendo a la idea —y como ya les he contado sobre su aguante, al final, se hubiese hecho a la idea y conformado, como siempre ha hecho—, y gracias a las malas artes de su compañero en la ruta, Gabriel Pocamonta.
Gabriel se hizo con el turno bueno y relegó a Raspeño al de los fines de semana, a pesar de la antigüedad que tenía aquél en la empresa. Se encargó de propagar el bulo de reiterados retrasos en los trayectos, errores en la conducción que, a veces, no era “todo lo segura que nuestros pasajeros esperan de ella”, y no sé qué otras mentiras más divulgó también. Todas ellas no cayeron en saco roto en los despachos de la Dirección de La Comarcal y, en atención a la antigüedad de Raspeño, no fue despedido sino que, haciendo un acto de misericordia, le asignaron el horario de fines de semana en el que “hay menos pasajeros que puedan sufrir sus impuntualidades…” —eso le dijeron junto a un aviso de despido si se volvían a repetir tanto sus imprudencias como sus retrasos—. Así, los jueves, Pedro Raspeño, cogía la Línea 29, en dirección a la capital, para, a primera hora del viernes, empezar puntual su turno.
Los dos últimos pasajeros para la 29 y la 115, de esa mañana, venían distanciados unos treinta metros. El de atrás era Luis Martos. El otro, Anselmo Rubio, el practicante y ex de Teresa Galindo —no por su decisión.
El 29 apareció, como siempre por sorpresa, tras girar la curva que hacía la carretera justo en la entrada de Gargantilla. En pocos segundos estaba parado frente a mí. Con un sonido de olla express vieja, abrió su puerta delantera. Gabriel, al volante. Me hizo un saludo con la mano al que contesté con una mueca, casi por obligación.
Cebrián subió el primero y se acomodó en la tercera fila del autobús, sin saludar al conductor y odiado vecino de adosado.
A mitad de autobús, a la altura de la puerta central: una de las dos para salida —la otra estaba al final—, se sentaron, juntos, Anselmo y “el Raspeño”. Un par de asientos detrás de ellos, Luis Martos, que no perdía ojo a Anselmo.
El autobús cerró su puerta, con el mismo sonido característico, y se fue.
Yo, aún permanecí unos cinco minutos más, en espera de mi 115. Mientras llegaba, trataba de ordenar en mi mente: imágenes, conversaciones y sensaciones…  


Continuará…


domingo, 7 de enero de 2018

LÍNEA 29 (capítulo segundo)




Hola, amigos, buenas noches en este día de los Reyes Magos que espero se os hayan traído muchos regalos: eso será señal de que os habéis portado muy bien durante todo el año pasado. Bueno, pues éste es mi regalo en este día que ya acaba. Espero que paséis un rato agradable leyendo lo que os traigo en este capítulo segundo de “Línea 29”. Antes de leerlo no dejéis de leer el capítulo primero, si no lo habéis hecho hasta ahora. (https://jrdecea-cuentamelos.blogspot.com.es/2018/01/linea-29-capitulo-primero.html). Un cariñoso abrazo para todos vosotros y ¡hasta el tercer capítulo!
José Ramón.


A Gabriel Pocamonta lo recuerdo muy bien, cuando éramos pequeños. Íbamos al mismo curso y recuerdo en él a un niño que siempre buscaba “las vueltas” al profesor y así no llegar a hacer todo aquello que le costaba cierto esfuerzo. No, no era un buen estudiante y tampoco un buen niño. Trataba siempre de embrollar a todo aquél que se le pusiese por delante, incluso cuando el motivo era insignificante. El engaño y el embuste eran su seña de identidad. Su mirada, ya de pequeño, no era todo lo limpia que de un niño se espera y hacía bueno lo de “la mirada es el espejo del alma”. Cuando crecemos, nuestras miserias y defectos se agrandan y, en el caso de Pocamonta, no fue una excepción.
Como ya he mencionado, regentaba un taller mecánico del que poco a poco su clientela fue desapareciendo yo entre otros, aunque no he dejado de tener contacto con él pues es una persona no recomendable para tenerlo de enemigo. Gabriel, mientras estuvo en Gargantilla, fue un buen mecánico; extraordinario, diría yo; pero el negocio lo llevaba a semejanza de los usureros más odiados y despreciados que hayan existido nunca. El ir perdiendo clientela y el poco aprecio de sus conciudadanos fueron unas de las razones de haberse ido a vivir a la capital, junto a Teresa Galindo la razón principal del cambio—, y abrir allí un nuevo taller y una consulta veterinaria con los últimos adelantos. Sus vidas, tras el cambio, les colocaba en una posición bastante desahogada.
Gabriel estuvo casado con Lucía Martos. Una mujer que no le pegaba “ni con cola”. Era una dama de los pies a la cabeza que, para su desgracia, el descubrimiento del affaire de su marido con Teresa Galindo no le trajo nada bueno: Lucía Martos falleció en accidente de tráfico, producido por un fallo mecánico, mientras conducía su coche, valle arriba, hacia la estación de esquí de la comarca. Se despeñó en una de las revueltas de la carretera y, cuando llegaron los bomberos de Gargantilla al lugar del suceso, no pudieron hacer nada por su vida. Tras dos horas de trabajo duro, lograron extraerla del amasijo de hierros en el que se había convertido su vehículo. A los dos días recibía cristiana sepultura en un cementerio abarrotado de vecinos: era muy conocida y querida en Gargantilla.
En su día lo conté en La Crónica Roja.
Nunca se pudo determinar si el “fallo mecánico” en su vehículo, que dio origen al accidente, fue producido por la mano de un experto —dirección a la que todo apuntaba— o causado por un defecto durante la fabricación. Aunque esto fue así, Anselmo, siempre pensó que fue su marido, Pocamonta, quien tras matarla se fue con su mujer, Teresa, a vivir a la ciudad. En el entierro no ocultó este pensamiento y pude oír jurar a Anselmo que “tarde o temprano pagaría por ello el Pocamonta”.
Luis Martos tampoco se creyó nunca la versión oficial del accidente sufrido por su hija, Lucía. Policía local retirado ya hace unos años, todavía daba vueltas en su cabeza a las posibles causas que hicieron que la dirección fallase en aquel vehículo supuestamente bien mantenido.
Yo conozco a Luis mucho y, de vez en cuando, me gusta tener largas conversaciones con él. Es un profesional no demasiado querido en el cuerpo porque es de esas personas incómodas para el jefe: muy profesional y siempre evitando cruzar esa línea difuminada que separa lo que está fuera de la Ley de lo que no se puede hacer a la hora de, por ejemplo, una intervención policial, del tipo que sea. Este, por su parte, estricto cumplimiento de la Ley y de los procedimientos establecidos hacía que no fuese demasiado estimado, ni por sus jefes ni por sus compañeros, aunque, por su exacerbada integridad, sí contaba con el respeto más absoluto por parte de todos ellos. A mí me caía muy bien.
—Vaya, ya es hora de irme, mamá —dije dándole un beso en la frente a mi madre que, con sus ochenta y tantos años (ella, coqueta, nunca me deja que diga su edad), se quedaba frente a la tele haciendo ganchillo.
—¿Ya te vas a buscar cadáveres? —siempre me despedía igual.
—No, mamá. Ya sólo me ocupo de los entierros… —le dije con sorna y cerré la puerta tras de mí.
Hacía bastante frío y todavía se veían los restos del temporal de nieve del fin de semana pasado. Era jueves y debía coger, como todos los jueves, el 115 que me llevaría a Grande. Al día siguiente quería ir a ver a Trescantos por si tuviera algo para mí.



En la parada del autobús, que ya la tenía a unos metros, vi metido en la caseta a Cebrián. Estaba sentado cerca de la puerta, junto a la papelera de rejilla que, me fijé, tan solo tenía una par de plásticos. Hacía mucho frío para estar allí sentado aunque la caseta estuviese casi completamente cerrada, gracias a sus paredes de madera y de cristal que favorecían que dentro de ella la temperatura ambiental fuese de, al menos, dos grados menos de los que hacían fuera. Menos mal que, a medida que se acercaba la llegada de uno de los autobuses comarcales, que enlazaban con las ciudades más grandes, la gente se iba acercando y colmaba el pequeño refugio haciendo subir la temperatura en su interior. En aquél momento, me encontraba sola junto a Cebrián Conde.
—Hola, Cebrián. No te veo buena cara —dije abriéndome paso entre sus piernas y las paredes de cristal.


Continuará…


jueves, 4 de enero de 2018

LÍNEA 29 (capítulo primero)



Hola, mis queridos seguidores en esta página de los sueños. ¡Feliz año 2018 a todos vosotros! Ya estamos terminando estas fiestas que, al menos para mí, son tan entrañables y siempre se me pasan sin darme cuenta. Bueno, pues hoy no quiero que se me pasen sin haceros un pequeño regalo. La festividad de los Reyes Magos, importante festividad en España, al menos para los creyentes católicos, y yo así me siento, está a punto de llegar y en ella es costumbre regalar algo, no sólo a los más pequeños de la casa, sino también al resto de personas de nuestro entorno cercano y con las que compartimos vida, cariños y afectos. Yo, también comparto afectos con vosotros y os quiero entregar mi regalo de estas Navidades. Se trata de un relato, que pretende ser de misterio, y que os lo voy a ir trayendo por capítulos; total cinco. Espero que sea de vuestro agrado y con él os quiero agradecer vuestra fidelidad a nuestro espacio. Ya me contaréis. Recibid, con mis felicitaciones en este tiempo, el más grande y afectuoso de mis abrazos. Y, por favor, no dejéis de soñar y de ser felices. 
José Ramón.






Me llamo Carmen Miraflores y tengo un trabajo que, para la mayoría de las personas, puede resultar, cuando menos, poco agradable. Soy periodista de sucesos y trabajo desde hace ya unos años en La Crónica Roja. Sí, un nombre que le va al pelo a lo que se puede encontrar entre sus páginas: noticias e información sobre crímenes, muertes y los más variados sucesos: morbosos unos, trágicos otros y macabros la mayoría. A mí me sirve para ganarme la vida de una manera que me satisface, por lo que encierra de misterio e intriga, aunque frecuentemente tenga que respirar hondo varias veces antes de acercarme a la escena de un crimen o de iniciar el relato de lo visto en ella.
Se puede decir que, Carmen Miraflores, era una mujer que ya no cumpliría los cincuenta, de apariencia atlética, delgada…muy delgada, metida en vaqueros y con abrigos largos y botas de las usadas en rutas de senderismo. Su pelo lo solía cortar a “lo chico” y lo solía llevar de color indefinido que a las canas invitaba al menor descuido. De pequeña, su pelo rubio rizado, precioso, le confería una imagen, junto a su carácter inquieto, de un trasto difícil de sujetar, a decir por su entorno más cercano. Ese espíritu es el que la llevó a desempeñar el trabajo de información que desarrollaba en La Crónica Roja.
¡Ah, no les he dicho que vivo en Ciudad Grande! Como me imagino conocen, y si no es así les digo, se trata de una ciudad que posee todas las ventajas de una pequeña y las ofertas de una grande como es la capital del país, que dista de ella, tan sólo, unos 110 km. La distancia no es grande y eso me facilita el trasiego semanal desde mi ciudad para interesarme por casos que no dejan de saltar a la actualidad y atestiguar, una vez más, que la realidad siempre supera a la ficción. Esto no hago más que recordárselo a mis lectores siempre que puedo cuando me enfrento a un suceso que me hace estremecer, me deja sin palabras y me pone al límite del conocimiento del diccionario de la Real Academia en la búsqueda del mejor término que pueda definir con lo que me topo en mi trabajo diario.
Mucha de la información la obtengo, aunque no debería decirlo y les pido que me guarden el secreto, de mi amigo Serafín Trescantos. Serafín es de mi quinta, es decir, que ya no coloca el cuatro de la decena en su tarta de cumpleaños —no sé si me gusta esta moda actual de colocar números reales, con su pábilo, en lugar del mogollón de velitas encendidas, que a nuestras edades cuesta apagarlas de un solo soplido,…quizá sea porque a alguien le pueda parecer deprimente ver un montón de ellas apiladas…no sé; yo no lo llevo mal. No, realmente no me gusta esta moda—. Serafín, es un hombre inteligente, bien parecido, con no demasiado pelo y que se mantiene en un buen estado de forma: su profesión del Cuerpo de Policía Estatal lo requiere.
Como les decía, vivo en Ciudad Grande aunque paso la mitad de la semana en mi pueblo natal: Gargantilla del valle, si es que no estoy metida en alguno de “mis” macabros sucesos, sobre los que hablamos en La Crónica, y que para más de un lector morboso constituyen algo emocionante —de estos “leedores”, como dice mi compañera en el periódico, Rosaura, está el país lleno.
Gargantilla, es un pueblecito muy amable y agradable para dejarse caer por él y llegar incluso a afincarse. Es un buen sitio para vivir. Está situado al inicio del lecho de un espectacular valle, de ahí su nombre, que se ve que suavemente encuentra el lugar y se pierde en la lejanía entre las montañas. Allí, en Gargantilla, todavía y gracias a Dios, vive mi madre con la que suelo compartir mis fines de semana y casi todos los miércoles y mañanas de los jueves: por la tarde cojo el autobús, la Línea 115, que la siento como si fuese mía por las horas a la semana que paso sentada en sus no demasiado confortables asientos de plástico duro. Con él regreso a Grande, que es como se conoce coloquialmente a mi ciudad de trabajo y adopción.
Les cuento más cosas de Gargantilla. Es un pueblo que de sus tres mil habitantes autóctonos pasa, en verano y en época de nieve y esquí, a casi veinte mil: ¡una locura! En esa época busco mil excusas para llevarme a mi madre a Grande conmigo, huyendo de la masa de gente que llegan como las hordas de Atila, arrasando por donde pasan y como si mañana les fuesen a robar el valle…Yo, procuro huir a la misma velocidad con la que ellos llegan…llevando, eso sí, a mi madre conmigo.
El resto del año es un pueblo, como todos los pequeños lugares, en los que todo el mundo sabe todo de todos. No es posible tener un secreto allí. Siempre he creído que conocerse demasiado no aporta mucho a las relaciones. Tratarse demasiado regala poco espacio a la sorpresa y a la emoción de lo inesperado y, al final, las relaciones se “escogorcian”, en palabras de mi amiga. Y, si no, que se lo digan a Anselmo que él y su mujer llevaban el coche a reparar al taller de Gabriel Pocamonta y, al final, de tan conocidos y “amigos”-dudo que nunca llegasen a ser amigos, amigos, pero es que la gente enseguida se etiqueta de amigo de otros en cuanto cruzan dos palabras agradables- que llegaron a ser, Gabriel, se fue a vivir con Teresa Galindo, mujer de Anselmo, y veinte años más joven que su marido. Realmente era una mujer muy atractiva y nunca nadie comprendió en Gargantilla cómo, esa “pedazo hembra” (es que Rosaura no se corta ni un pelo), vivía con un hombre como Anselmo Rubio. Bueno, yo sí lo sé: porque los dos terminaron a la vez la carrera de veterinaria —él antes se sacó la de Biología e hizo varios guiños a Medicina, pero al final lo dejó y se centro en los animales de cuatro patas— y, tras casarse, se instalaron en Gargantilla y abrieron su clínica veterinaria. Y, además, él es un cielo de persona.
Tras irse su mujer con “el Pocamonta éste” —¡ay, Rosaura!— se quedó hecho polvo y con un resentimiento hacia aquél que nunca ha llegado a dejarle vivir en paz.

Anselmo, además de ser el veterinario de Gargantilla, era también el practicante ese, de toda la vida, que había en los pueblos y que iba de casa en casa poniendo las inyecciones a mayores y pequeños cuando los cambios del tiempo, entre otras cosas, los metía en cama. Me viene a la cabeza, ahora que les cuento esto, el practicante de la época en la que yo era una cría. Era un señor mayor, así lo veía yo, muy cariñoso y amable que, al llegar a casa, sacaba su cajita metálica y alargada, en la que llevaba las jeringas de cristal y unas agujas que me daban pánico. Mientras hablaba con mis padres y yo le miraba de reojo y con más miedo que vergüenza, el quemaba alcohol para esterilizar, en su llama, la aguja que irremisiblemente iba a introducir en mi pequeño trasero. ¡Vaya recuerdos me trae Anselmo! Cuando ha venido a pinchar a mi madre, hemos tenido unas conversaciones muy agradables a semejanza de las que, en su tiempo, tenían mis padres.

Continuará...